Sus primeros visitantes descubrieron ya el hechizo de una ciudad que parecía alzada como un gigantesco decorado. Acostumbrados a la mezcla de estilos, los viajeros europeos quedaban impresionados por aquella belleza extraña y artificial. El marqués de Custine, después de su visita a la ciudad en 1839, plasmó por escrito en su libro La Russie las impresiones de su viaje: «A cada paso quedaba asombrado por la combinación de arquitectura y decoración teatral. Pedro el Grande y sus sucesores veían la capital como un teatro». En un espacio de tiempo relativamente corto, el proyecto del zar fue tomando cuerpo: de la nada surgieron canales, palacios y grandes avenidas. Igual que el marqués francés, Dostoievski la describiría como la ciudad más premeditada del mundo.
Sin embargo, después de Pushkin, muchos otros escritores presintieron males sobre la entonces capital, como si una maldición recayera sobre aquella urbe proyectada en oposición a la naturaleza: las crecidas del Nevá y los incendios se encargaron de dar serios avisos. Odóyevski, Lérmontov, Nekrásov o Dmítriev «soñaron» otras catástrofes mucho peores. Esta «ilusión» con forma de ciudad que es Petersburgo ha engendrado un sinfín de figuras literarias que heredaron algo de su carácter soñador y ambiguo. Contamos con ejemplos de Gógol, Dostoievski, Goncharov, Gumiliov, Bieli, Mandelstam… Y la última obra traducida al castellano de Yevgueni Zamiatin, La inundación (Alfabia, 2010), que sitúa a la ciudad como decorado fatídico de una tragedia digna de Sófocles.
Pero la desaparición de la ciudad vaticinada en varias obras de ficción nunca se hizo realidad. Lejos de tan funestos pronósticos, cumplió su 300 aniversario y sigue siendo, entre otras cosas, una de las grandes capitales del mundo en el ámbito de la música y la danza. Nuevos proyectos ambiciosos se proyectan o se acaban, como la nueva Isla Holanda de WORKac, el nuevo embarcadero, la ampliación del Teatro Marinskii iniciado por Perrault y proseguido por Diamond+Schmitt o el centro de negocios Quattro Corti de Piuarch. El historial de supervivencia de San Petersburgo se remonta a la fecha de su mismo origen. Visto con la perspectiva del tiempo, no sólo se enfrentó al clima adverso y a las fuerzas de la naturaleza, también a los decretos del zar, al nacimiento de la policía secreta en la calle Fontanka 16, a los actos revolucionarios, los veintinueve meses de sitio, la caída de un régimen anquilosado y el desembarco del capitalismo. Sus ciudadanos, en 1991, decidieron restablecer el antiguo nombre de San Petersburgo y el de otras calles emblemáticas, así como el escudo concedido a la ciudad por la emperatriz Catalina la Grande. Aquel gesto que supuso la recuperación de parte de su biografía como ciudad constituyó un punto y aparte hacia un futuro que todavía se adivinaba incierto. Con todo, ahí sigue apuntando al cielo con su aguja de oro, devolviendo al mundo mucho más de lo que importó de su vecina Europa en los inicios, tanto en las artes como en las ciencias.
Acompaña a este texto una serie de fotografías panorámicas que realicé junto a Ferran Mateo por encargo de la Fundación Teatre Lliure de Barcelona, uno de los escenarios más emblemáticos de la ciudad Condal. Como escribió la princesa Madame de Staël en 1812, «todo en Petersburgo ha sido creado para la percepción visual» y, por ello, quisimos fundir esos dos aspectos en uno: la fotografía y las artes escénicas, y lo hicimos con los mismos ojos sorprendidos de aquellos primeros viajeros europeos, que contemplaron atónitos su arquitectura. La directora teatral Carlota Subirós escribió acerca de estas fotografías:
«Una ciudad ha sido creada; pero más bien parece un decorado, una escenografía desplegada no en la caja negra e ilusionista de un teatro, sino sobre la amplitud quimérica de un país de vastas estepas. En un escenario, el silencio es la oscuridad, la negrura total. En cambio en esta ciudad, en el arranque del verano, las noches son blancas. Hay algo en la escala que desconcierta: cada paseante se recorta como una figura minúscula y solitaria ante edificios colosales que imaginamos vacíos. No nacida al calor del trajín de la vida urbana, ni del encuentro de gentes, sino en el teatro de la mente de gobernantes visionarios (quizá insomnes), la ciudad preserva su irrealidad como su esencia más íntima. Tanto es así que quienes no la conocemos, también la soñamos.»
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