Valeria Luiselli, a vueltas con Brodsky

Valeria Luiselli. Fuente: Alfredo Pelcastre.

Valeria Luiselli. Fuente: Alfredo Pelcastre.

El ensayo ‘Papeles falsos’ de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983) arranca en el cementerio de San Michele de Venecia. Allí, la escritora busca la esquiva tumba del poeta Joseph Brodsky. Si pequeña es la parte de la vida que vivimos, pequeño es el espacio en el mundo que en verdad nos corresponde. Luiselli apunta que dos son nuestras residencias permanentes: la casa de la infancia y la tumba. Luego hace cálculos y, en el caso de Brodsky, además del terruño veneciano, le corresponden los 13,3 metros cuadrados de la casa comunal de Liteini Prospekt 24, en San Petersburgo, donde vivió con sus padres.

‘Papeles falsos’ es un álbum de obsesiones confesadas. Este ensayo precede a la publicación de ‘Los ingrávidos’, primera novela de Valeria Luiselli. Cuenta la escritora que se interesó por la figura del poeta mexicano Gilberto Owen -una de las voces de su novela- cuando se enteró de que cada día, al tomar el metro de Nueva York, se pesaba en una báscula de la estación. Las fijaciones también funcionan con Joseph Brodsky.

 

Cuando cobró los primeros honorarios de sus clases en Ann Arbor, Brodsky compró un billete de Detroit a Milán para, desde allí, tomar un tren a la capital del Véneto, la ciudad que le había obsesionado a raíz de una novela y una película. La lectura en 1966 de una obra de Henri de Régnier, ambientada en el invierno de Venecia, fue el origen de esta fascinación. “Para alguien nacido donde yo nací, la ciudad que surgía de aquellas páginas era fácil de reconocer y evocaba una especie de extensión de San Petersburgo en una historia mejor, por no hablar de la latitud”, dice el poeta en ‘Marca de agua’. La primera secuencia de ‘Muerte en Venecia’, que vio en la petersburguesa plaza de San Isaac gracias a una proyección semioficial de la copia clandestina, haría el resto. En tierras venecianas pasaría muchas Navidades. “Para entender cómo es verdaderamente un país hay que ir en invierno. En esa estación la vida es más real, está dictada por la necesidad”.

 

En ‘Papeles falsos’ explicas que tu viaje a Italia está motivado por una investigación sobre Brodsky para un libro futuro. ¿En qué punto se encuentra este proyecto? ¿Había una necesidad de compartir los sitios frecuentados por el escritor ruso, aunque “no se puede volver a encontrar un lugar tal como se dejó”?

 

Ese viaje no tenía tanto que ver con experimentar espacios comunes sino con hacer realmente investigación de campo para un libro de ensayos: entrevistas, trabajo de archivo, documentación. Pero nunca escribí ese libro al que me refiero ahí, o al menos no todavía.

 

"}"Si algo pudo comunicarme la ciudad es que nunca la poseería, aunque la verdad sea dicha, tampoco lo había ambicionado”, dijo Brodsky refiriéndose a Venecia. Escribes sobre Venecia, también sobre México, aunque comentas que es “una empresa destinada al fracaso”…

 

Sí, exacto. Creo que me di cuenta, a medida que ensayaba sobre la Ciudad de México, Venecia o Nueva York en ‘Papeles falsos’, que en realidad no me interesaba escribir sobre las ciudades como tales, sino que me interesaba documentar el proceso mismo de escribir sobre espacios fundamentalmente elusivos e inaprehensibles. Si hay un gran tema unificador en ‘Papeles falsos’ es el de los ‘relingos’ –esas pequeñas ausencias, vacíos, omisiones– en el corazón de las ciudades.

 

Hace muchas lunas, el dólar estaba a 870 liras y yo tenía treinta y dos años. También el globo terráqueo era dos mil millones de almas más ligero, y el bar de la stazione a la que acababa de llegar en aquella fría noche de diciembre estaba vacío…”. Así empieza ‘Marca de agua’, con el viajero que espera a alguien en la estación. ¿Cómo fue para ti ese encuentro con Venecia desde tu tradición americana?

 

La historia de amor entre Latinoamérica y Venecia es menos larga y menos intensa que la rusa, sin duda –y no se compara tampoco con la que existe entre los latinoamericanos y París. Pero algo hay. Los modernistas le dedicaron algunos esfuerzos –aunque ya conscientes de que escribir sobre Venecia era un poco como vaciar un vaso de agua en el mar. Está, por ejemplo, la crónica de Darío, que se anticipa a ‘Contro Venezia passatista’, de Marinetti, y que se larga en una denostación divertidísima de la Venecia del “fácil literaturismo”. En el siglo XX, hay varios textos latino-venecianos: unos poemas sardónicos de Oliverio Girondo, un (mal) cuento de Julio Cortázar, la novela ‘Concierto barroco’de Carpentier, o un cuento y un ensayo brillantes de Sergio Pitol. Creo que Pitol es por mucho el latinoamericano que mejor ha escrito sobre Venecia –y creo que, de haberlo leído antes de escribir algunos de los ensayos de ‘Papeles falsos’, no hubiese siquiera intentado escribir sobre esa ciudad. Yo no había leído la mayoría de esos textos hispanos cuando me puse a escribir sobre la Serenissima –no cargaba esa tradición a cuestas. Llegué a ellos, un poco tarde, en el proceso de escritura y edición de ‘Papeles falsos’. Mi Venecia estaba más bien pre-escrita por Byron, Mann, James, Wilde y, por supuesto, Brodsky. Supongo que Joseph Brodsky fue mi verdadero Virgilio en esa ciudad.

 

Brodsky dijo antes de salir de la Unión Soviética, en 1972, que daba gracias a Dios de haber permanecido en este mundo sin una patria. La literatura del siglo XX se ha nutrido mucho del desplazamiento, del exilio. En tu caso, has estado en muchos países y ahora vives a caballo entre México y EE.UU. ¿Cómo te ha estimulado literariamente?

 

No me considero una exiliada… Crecí en siete u ocho países diferentes pero nunca conocí, afortunadamente, la experiencia del verdadero exilio: nadie perseguía a mi familia, nunca nos escondimos de un gobierno, siempre tuvimos –hasta cierto punto– la posibilidad de volver. Ahora es distinto y no. Mi marido, mi hija y yo migramos a Estados Unidos por motivos profesionales y económicos –y sí, también, de algún modo huyendo de la violencia, del horror, de los contantes asaltos y robos que padecimos en México en los últimos años. Estamos muy felices en Nueva York. Pero claro, ser escritor hispano en Estados Unidos es ser escritor de segunda categoría. No solo es apabullante la estadística: apenas el 3% de los libros que se publican anualmente en Estados Unidos son traducciones de otras lenguas; sino que el medio editorial es quizá el medio más monolingüe de todos. Me imagino que eso empezará a cambiar –wishful thinking?– tal vez.

 

En tus textos aparece más de un autor cuya obra escribió en varias lenguas, como Brodsky. Pero también compartes tu propia experiencia escribiendo en dos idiomas, en dos culturas.

 

No estoy cómoda en ninguna lengua. Nunca lo he estado. Eso, tal vez, me ha obligado a explorar de forma muy meticulosa las dos lenguas en las que escribo: el inglés y el español. También, de alguna manera, he dejado –muy conscientemente– que una contamine a la otra. No salpicando palabras de una en la otra, sino llevando estructuras sintácticas a límites que, tal vez, no son tan comunes en una lengua, transponiendo formas, mezclando cadencias. Muchas veces, escribo primeras versiones de párrafos en inglés, y luego los traduzco yo misma al español. Luego, cuando alguno de mis textos se está traduciendo de nuevo al inglés, me involucro en el proceso, reescribo cosas, hago infinitos cambios, y muchos de esos cambios se reincorporan después al texto en español. Ese modo de trabajo –el vaivén constante entre las dos lenguas– es el único que ahora me parece concebible.

}Escribes en ‘Papeles falsos’: “Se ha comparado muchas veces a las ciudades con el lenguaje: se puede leer una ciudad, se dice, como se lee un libro, pero la metáfora se puede invertir. Los paseos que hacemos a lo largo de las lecturas, trazan los espacios que habitamos en la intimidad". ¿La experiencia lectora es tan real como lo que sucede allá fuera? Brodsky supo de Venecia por una lectura. Luego, cuando la conoció, le pareció aún más interesante de lo que había imaginado.

 

No hay una división, digamos, ontológica entre ambas cosas; no hay “grados” de realidad entre una y otra. Por supuesto: el dolor de parto o el duelo por un familiar muerto se experimentan de forma distinta al párrafo más sublime o al más desgarrador. Pero el dolor de parto está, también, atravesado por alguna lectura que hicimos, y nuestra experiencia de la muerte es inseparable de las muchas muertes que hemos encontrado en los libros. Muchas personas dividen tajante y categóricamente la vida real de la lectura. Es una división absurda porque la lectura es orgánica a la vida interior y, por ende, a la manera en que nos relacionamos con el mundo. Lo que leemos no ocupa un lugar apartado –ni privilegiado ni inferior– de lo que vemos u oímos o experimentamos por cualquier otra vía. Cuando alguien dice que tal o cual escritor es demasiado “libresco”, por ejemplo, porque recurre a citas y referencias, pienso que esa persona nunca ha leído realmente un libro– o que no se ha dado cuenta de que lo que ha leído constituye parte integral de su manera de entender el mundo.

 

Reflexionas también sobre cuántas vidas y muertes caben en la existencia de una persona. Brodsky habla de su vida en San Petersburgo como de su “reencarnación anterior”…

 

¿Sufro reencarnaciones? ¿Esa es la pregunta? Es una buena pregunta. Mi madre –que cree en cosas raras– de seguro te diría que sí. Yo no sé. Pero es cierto que las personas que nos mudamos muchas veces de país, o que vivimos durante muchos años entre dos países y dos lenguas –o en ocasiones más de dos– tenemos una reserva amplia de personalidades guardadas bajo la manga. Yo lo noto en mi tono de voz: sueno como una persona completamente distinta según el idioma que hable. (Pero de seguro nadie nota esto más que yo).

 

¿En qué medida tu naturaleza nerviosa se refleja en la manera, por ejemplo, en que has estructurado tu ensayo, o en la longitud, o en la concisión? Brodsky se definía así: “Solo soy un hombre nervioso por circunstancias propias y ajenas, pero muy observador". Luego recuerda a un colega con una frase muy divertida: "No tengo principios, lo único que tengo son nervios".

 

Nunca había pensado en mis decisiones formales en la escritura en términos de mis conexiones nerviosas. Pero tal vez un electroencefalograma revelaría que sí, que lo que escribo en realidad me lo dictan los impulsos eléctricos naturales de mis nervios y los temblores internos de mis células.

 

Tanto en tu obra de ficción como en tu ensayo das mucha importancia a la estructura, que nunca es lineal. Brodsky afirmaba que lo que hace que una narración sea buena no es la historia en sí misma sino qué sigue a qué en una historia.

 

Estoy de acuerdo con Brodsky en eso, como en tantas otras cosas. Un buen libro no es solo una buena historia, sino una buena historia contada de la única forma en que es realmente posible contarla.

 

Otro de los temas que abordas es la melancolía. A tu lista de melancolías intraducibles, como la ‘saudade’, añadiría la ‘toská’ rusa... Cuando Nabokov traduce al inglés ‘Eugenio Oneguin’ necesita de una larga nota al pie de página para explicar ese concepto al lector. ¿Qué te parece que esas palabras correspondan a sentimientos humanos que, además, explican ciertos aspectos de una sociedad?

 

No creo en la intraducibilidad. Es cierto, hay juegos de palabras o chistes –por no hablar de rimas y elecciones prosódicas específicas– hasta cierto punto intraducibles. Pero creo que un buen traductor –como un buen lector– es siempre capaz de encontrar conversiones y equivalencias. Es verdad que algunas cosas se pierden en traducción; pero en una buena traducción se ganan muchas otras. En un texto literario yo evito a toda costa leer las notas del traductor. Es más, desconfío por completo de las traducciones en las que el traductor tuvo que recurrir a las prótesis: notas, glosarios, epílogos. Un buen traductor sabe prescindir de notas explicativas y sabe sacarle jugo a la opacidad natural de ciertos términos.

 

¿Cuáles son las nostalgias del siglo XXI? Por ejemplo, citas el hecho de que ya no podemos sentirnos como ‘voyeurs’ a través de las ventanas, como en la película de Hitchcock, porque han sido sustituidas por las ventanas del ordenador…

Una nostalgia –no sé del siglo XXI, pero sin duda mía– tiene que ver con el registro de lo cotidiano. Extraño la época en que no se documentaba cada instante de la vida de una persona. Pero sobre todo extraño la época en que el registro directo de lo cotidiano era menos manipulable –o cuya manipulación de ese registro constituía un esfuerzo verdaderamente creativo. Pienso, por ejemplo, en los maravillosos ‘diarios’ filmados de Jonas Mekas –¿a alguien se le ocurriría hacer algo así ahora? Primero Facebook transformó la socialización en una celebración perenne –el mundo de las congratulaciones y la autoindulgencia sin límites. Luego vino Instagram y todos esos filtros que transforman la imagen de un instante cualquiera en un momento único –la luz perfecta, la imagen perfecta, y claro, la supresión perfecta de la energía creativa. Basta con apretar un botón para que una foto mala parezca una foto buena. Parecerá un tema trivial, pero creo que en el fondo no lo es, y no puedo evitar darle vueltas a diario. Me pregunto qué tanto vivimos nomás, y que tanto producimos lo que vivimos para poder documentarlo instantáneamente. Y, más aún, qué papel juega la creatividad individual en un mundo donde los medios de comunicación y de representación nos confinan a un repertorio completamente estándar: 140 caracteres, los filtros de Instagram, las ventanitas de los muros de Facebook, los ‘likes’ y “unlikes”. En fin. Si escribo contra algo es contra esa estandarización de la experiencia y la pereza intelectual y creativa que nuestras herramientas cotidianas fomentan.

 

Si comparo ‘Marca de agua’ con ‘Papeles falsos’ me viene a la mente la misma definición que hacía Brodsky de su ensayo: “Una búsqueda de significados íntimos”. En muchos momentos marcas los espacios públicos con marcas personales, como un viajero, un exiliado, ante un paisaje nuevo.

 

O tal vez, más que como una exiliada, como un mamífero más, que marca su territorio. Pero es hermosa esa idea que citas –“una búsqueda de significados íntimos”. Y también se podría invertir: búsquedas de sentidos compartibles.

 

Por último, también hablas de los libros como un archivo personal. No sólo porque nos recuerdan el momento pasado en que los leímos sino porque incluso, a veces, guardan cosas del pasado: una entrada, una nota… ¿Qué literatura rusa se encuentra en tu archivo personal?

Sin temor al canon: Dostoyevski. Arrastré ‘Memorias del subsuelo’ por todos los aeropuertos de mi adolescencia; lo llevaba conmigo casi como un talismán.

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