El templo prncipal en Ivolga. Fuente: William Brumfield.
Buda sigue entre nosotros
Aunque las enseñanzas de Buda llegaron a Rusia con los calmucos hace ya 400 años, no fue hasta 1741 que no obtuvo estatus de religión oficial. Desde entonces, los budistas comparten con los demás habitantes de Rusia todas las penurias de la vida en este país. Bajo el régimen zarista los budistas gozaban de gran aprecio y respeto por su sabiduría y por su actitud pacifista.
El gobierno soviético tenía un punto de vista diferente y comenzaron las persecuciones. Nadie estuvo a salvo, ni los buriatos, ni los calmucos, ni tan siquiera los investigadores del budismo afincados en la capital rusa. Se arrasaron los datsanes (entre los buriatos de Rusia, los datsanes son los monasterios-universidades budistas), la mayoría de los lamas fueron enviados a campos de trabajos forzados, muchos fueron ejecutados y los que lograron salvarse pasaron a la clandestinidad. En 1941, Stalin anunció oficialmente que en la URSS no existía el budismo. Pero en 1946, una delegación de lamas buriatos que sobrevivieron milagrosamente a las persecuciones se dirigió al Kremlin con la petición de devolver a su pueblo las Enseñanzas de Buda.
Y se les permitió revitalizar el budismo, pero mínimamente. El primero y único Datsán fue reconstruido sobre un pantano cerca de Ulán-Udé, en un pueblo llamado Ívolga.
El budismo tras la perestroika
Sólo en la década de los 90 el control ideológico fue eliminado. Y entonces el budismo se fortaleció rápidamente. A día de hoy afloran los centros budistas por todo el país. En casi todas las grandes ciudades de la parte europea de Rusia hay al menos un centro budista, llegando a alcanzar unos 200 en toda la región.
Aparte de eso, están los territorios tradicionalmente budistas: Buriatia, Kalmukia y Tuva, donde desde la década de los 90 la construcción de los templos budistas está en auge. A fecha de hoy se han construido cerca de cien templos allí donde hace 20 años apenas hubo tres. Hoy en día en Buriatia y alrededores hay 47 Datsanes activos, en Kalmukia, 27 y en Tuvá 17. Visto lo visto, ¿es Rusia un país budista?
Según el censo de 2002, la población de buriatos en Rusia llegaba a las 445.000 personas, la de calmucos a las 174.000 y la de tuvinos a los 244.000. Pero no toda esta gente es budista. Hay entre ellos seguidores del chamanismo, ateos o cristianos ortodoxos. De modo que no se puede simplemente sumar los resultados del Censo de Población para calcular el número de budistas entre estas etnias.
No se sabe con certeza cuántos son budistas hay en Rusia. La corriente Gelugpa es la que se ha difundido tradicionalmente, pero no es la más común a día de hoy. La escuela con el mayor número de adeptos es Karma Kagyu, con alrededor de 300.000 fieles. También están las escuelas de Sakya y Nyingma. Pero sus seguidores no deben de superar los 10.000. Según estimaciones aproximadas, hay alrededor de un millón y medio de budistas en Rusia, lo que viene a ser un uno por ciento del total de la población total.
De las 17 comunidades budistas registradas en Moscú, ninguna se parece a otra. Cada una tiene su propio público y estilo. Y en cada una os dirán, aunque cuidando mucho las formas y recurriendo a eufemismos, que es aquí donde vais a encontrar el budismo verdadero, mientras que las demás comunidades no ofrecen nada auténtico. Ciertamente, Rusia, como una gota de agua, refleja todo el abanico de las variedades del budismo que existen en el mundo.
La variedad occidental
Cada día, a las ocho de la tarde, en el centro budista 'Camino del Diamante' comienza la meditación. Una gran sala blanca con un techo alto y una reciente renovación al estilo europeo. Parece una oficina vacía. Sólo un solitario Buda dorado, colocado contra la pared del fondo, evoca el sentido de lo que está sucediendo aquí.
Una muchacha con la cara inmóvil está sentada en el suelo. Con voz de robot habla sobre la libertad y la felicidad. Sobre las alfombras hay 100 personas sentadas. La muchacha sugiere que se imaginen a Karmapa XVI, líder de la escuela Karma Kagyu, envuelto en un halo dorado.
A continuación, todo habrá de disolverse en una irisada nebulosa y entonces les llegará la felicidad. Este sencillo ejercicio dura una hora. Después de eso, todo el mundo va a la cocina donde toma té y charla. Gente verdaderamente amable, con los ojos iluminados por la educación universitaria y una genuina curiosidad por la vida. No hay rituales, ni abstinencia o penitencia. La conversación tiene un tono mundano, nada de temas sublimes. Simplemente, se han acercado aquí después del trabajo para ventilar la mente. Hay centros como éste en 640 ciudades por todo el mundo. Sólo en Rusia se contabilizan 76.
Los primeros seguidores de Kagyu aparecieron en Moscú en los años 90. Por aquel entonces todo el mundo buscaba nuevos valores. La gente tenía claro a dónde tenía que dirigirse: a Oriente, a la India y China. Pero sucedió una cosa curiosa, se dirigían a Oriente, pero al final, de todas maneras, acababan llegando a Occidente. Y es que, después de todo, el fundador de centenares de centros budistas de este tipo, Ole Nydahl, es danés.
En su juventud fue un hippie, usó drogas recreativas y luego emprendió un viaje a Nepal donde llegó a conocer las enseñanzas budistas, se formó en la materia y se convirtió en un lama. En Rusia, Nydahl está presente desde los principios de los años 90, divulgando Kagyu o, lo que es lo mismo, el 'Camino del Diamante'. El propósito, según él, es aprender con rapidez y precisión el sentido de la vida, superando su insoportabilidad. “Los científicos convierten cosas simples en complicadas, yo, en cambio, hago sencillas las cosas difíciles”, dice Ole.
El modo de vida que enseña Nydahl provoca exaltación y poco importa si es verdadero budismo o no. Este tipo de felicidad es como una casa antigua que, tras ser reformada en un estilo moderno, ha perdido sus rasgos individuales: es una felicidad sin nacionalidad, sin rostro, escueta y seca. Otra de las consecuencias de la globalización. Un salvoconducto más hacia el gran mundo europeo.
La variedad oriental
Te levantas, te lavas la cara, haces una pequeña ofrenda a los Yidames, las deidades protectoras (viertes un poco de leche en una escudilla especial), durante el día no le haces mal a nadie, no te metes con ningún ser vivo, y por la noche recitas mantras. Así es como vive cualquier budista normal, me dice una anciana buriata, mientras vamos en un microbús por una carretera que nos lleva a un Datsán a las afueras de Ulán-Udé.
El Datsán tiene un aspecto peculiar. En medio de un gran campo se ve un montón de pequeñas chozas rusas mal construidas. Pobreza y miseria por todas partes. Sólo al fondo se ve algo deslumbrante, un estallido de colores, con todos los matices del mundo: son los legendarios duganes (templos), con sus tejados de bordes curvos, sus dragones y leones, sus cintas y banderas, sus ruedas de oración y campanas.
Cada datsán de Buriatia ofrece dos tipos de servicios: astrológicos y médicos. Visitar al lama es algo esencialmente distinto de la tradicional confesión cristiana. El lama no tiene derecho a 'atar y desatar', sólo aconseja. Aconseja sobre con quién casarse, cómo llevar la casa, dónde y qué se debe estudiar.
Ésta es precisamente la diferencia más importante entre este budismo oriental y el budismo del Occidente: el oriental se caracteriza por centrarse en los problemas cotidianos e inmediatos y también por la división de trabajo.
Si el Lama Ole enseña el perfeccionamiento de la mente, aquí os enseñará a criar cabras. La mayoría de los monjes locales se parecen a los presidentes de los koljós (granjas colectivas en tiempos soviéticos) con diplomas en filosofía. Aquí los budistas no creen en ninguna espiritualidad sublime.
Primero, que la gente tenga comida suficiente, entonces habrá lugar para la espiritualidad. Al hambriento no le interesan ni Dios ni Buda. Con esta actitud, no es de sorprender que en los últimos diez años el número de feligreses en los datsanes haya aumentado entre 40.000 y 50.000 personas, siendo casi todos ellos antiguos cristianos ortodoxos.
Y eso a pesar de que los budistas tampoco los invitan, que digamos. “En el budismo no aspiramos a aumentar el número de feligreses. No hacemos proselitismo. Pero el ruso, cuanto más lo echas, tanto más insiste en volver”, dice Damba Aiúshev, jefe de la comunidad budista en Rusia.
Lo que atrae del budismo a los rusos es que se trata de una religión que por definición no pretende acaparar el dominio mundial.
El budismo es benévolo con cualquier convicción, desinteresado, práctico, antidogmático, antitotalitario, no admite ningún paternalismo, tan sólo la confianza y la amistad. Ésta es una gran oportunidad para romper el sello heráldico del totalitarismo, cambiar el punto de partida y ver las cosas desde una posición fundamentalmente diferente. Se trata de una alternativa excelente para el orgullo nacional. El único problema es que los rusos, en su mayoría, en su búsqueda de un nuevo punto de partida, llegaron a conocer el budismo no de las manos de sus portadores nativos, sino a través de los maestros europeos.
El budismo es una cosa buena. Pero no en su forma esterilizada, europea, asemejado a un producto de higiene universal que viene a protegerte de tus propios signos de identidad nacionales. Sino el otro, el rudo, el que pace los rebaños y hace levantarse al pueblo.
Tal vez justamente para eso llegó el budismo a Rusia: para seguir siendo una eterna tentación para los rusos, para recordarles quiénes son, para darles la oportunidad de verse a sí mismos a la luz de la verdad.
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