Víctor Pelevin. Fuente: wikipedia / VP
Pelevin acecha el presente observando todos los pliegues de la vida rusa. Pero, en vez de crónicas históricas o cancioncillas satíricas sobre la actualidad, inserta construcciones teológicas de la antigüedad en los argumentos de sus libros.
Todos ellos están construidos sobre el mismo fundamento filosófico: el mundo circundante es una retahíla de construcciones artificiales, donde estamos condenados a vagar eternamente en una búsqueda estéril de la 'cruda' y primigenia realidad.
Ninguno de estos mundos es verdadero, pero mientras haya quién crea en ellos, tampoco se puede decir que sean falsos. Es decir, cada versión del mundo existe solo en nuestra alma y la realidad psíquica no conoce la mentira.
Así, la obra de Pelevin Chapáyev i pustotá (publicada en español como El meñique de Buda), la primera novela budista zen en Rusia, se levanta sobre la imposibilidad de distinguir entre la realidad verdadera y la inventada.
La fórmula por la que se crean estos espejismos consiste en las variaciones que el autor hace de las medidas y la construcción del 'visor': el marco de la misma ventana desde la que su protagonista mira al mundo.
Todo lo relevante sucede en el 'alféizar', en la frontera entre distintos mundos, porque Víktor Pelevin es el poeta, el filósofo y el cronista de la zona fronteriza.
Se instala en las juntas entre realidades. En el lugar en que éstas confluyen emergen efectos artísticos brillantes porque un cuadro del mundo, al solaparse con otro, crea un tercer mundo diferente a los dos anteriores.
Escritor de la ruptura de las épocas, Pelevin suele poblar sus textos con protagonistas que habitan en dos mundos a la vez. Los funcionarios soviéticos del relato El príncipe del Gosplan viven al mismo tiempo en uno u otro videojuego.
Lumpen, del relato Un día del bulldozerista, resulta ser un espía americano, el campesino chino de Chzhuán, un líder del Kremlin, y un estudiante soviético se convierte en lobo.
La frontera entre los mundos es inexpugnable y no se puede cruzar, por lo que estos mismos mundos, tal como afirma el autor budista, son solo una proyección de nuestra conciencia.
La única manera de pasar de una realidad a otra es transformarse a uno mismo, sufrir una metamorfosis. La capacidad de alcanzarla se convierte en la condición para sobrevivir en el vertiginoso salto entre realidades fantasma, que se sustituyen arbitrariamente unas a otras.
Componiendo leyendas y mitos de la nueva Rusia, Pelevin ha fusionado a los hermanos Strugatski con Lem y a su vez se ha multiplicado por Borges.
La fantasía satírica que resulta de este esquema produce sin cesar argumentos venenosos, divertidos y eternamente creativos, que acompañan y desenmascaran la realidad que aparece en los periódicos.
Lo social, sin embargo, nunca agota la prosa de Pelevin. Detrás de una contemporaneidad convulsa se atisba un cielo eterno, un cielo hacia el que todos los protagonistas de Pelevin aspiran a abrirse paso.
Las aventuras de una conciencia errante en busca de una Verdad que no se puede, pero hay que proferir, configuran precisamente el argumento intrínseco y constante de todas sus composiciones.
También en él se esconde una misteriosa tentación: como muchos otros, Pelevin todo lo ve, todo lo sabe, no se cree nada y, sin embargo, no escribe morbosidades.
En vez de esto, citando aquí a Platón, afirma que, tras la realidad exterior, que en el mejor de los casos promete la perspectiva de “posar junto al tubo de escape de un Porsche rojo brillante”, hay una realidad diferente.
Sea cual sea y se llame como se llame, las esperanzas puestas en ella son el mejor regalo para aquellos lectores fieles que, igual que todos los protagonistas de Pelevin, “solo ansían algo maravilloso, algo por lo que todo cambie”.
Pelevin entró con éxito en la literatura occidental y no lo hizo por la puerta de la eslavística.
En Inglaterra, EE UU, Francia y -con especial atención- en Japón es leído como un autor contemporáneo, no como un autor ruso.
Las realidades de la vida soviética no le han supuesto un obstáculo para el éxito, ni siquiera en El meñique de Buda, novela poco conocida en Occidente.
Las buenas traducciones de sus libros nuevos (una de las cuales lleva por título el juego de palabras inglés Burning Brush) sitúan a Pelevin, igual que a Pavić o a Murakami, en la misma cohorte de los maestros de un realismo veleidoso, que hacen habitable la realidad del siglo XXI.
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