Hay lugares que te cambian la vida. Rusia transformó la mía hace tres años sin haber puesto un pie en su inmenso territorio, al menos físicamente.
Todo comenzó gracias a un libro, La fiebre blanca, escrito por el periodista polaco Jacek Hugo-Bader y traducido al español por Anna Styczyńska, que además de traductora es antropóloga y una enamorada del español “mexicano”.
Hugo-Bader narra a través de diversas crónicas el viaje que realizó desde Moscú a Vladivostok en un lázik (antiguo vehículo militar). Poco después de leerlo me encontré a mí misma buscando en Google Maps la ubicación de Irkutsk, fotorreportajes sobre los chamanes siberianos y videos del lago Baikal congelado. Ese mismo año, en 2015, el Premio Nobel de Literatura recayó en la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich. De alguna manera, el periodismo narrativo en torno a Rusia y las antiguas repúblicas soviéticas me acercó a este complejo país desde otra perspectiva, distinta a la que abunda en la propaganda, los periódicos y las agencias de viajes.
Debido al alto presupuesto que hace falta para volar de México a Rusia, lo primero que hice fue buscar la “huella rusa” en mi propia ciudad. No tenía idea de lo que me iba a encontrar. Como había decidido embarcarme en este particular viaje, me pareció elemental comenzar a estudiar la lengua. Ese mismo verano conocí a mi profesora, María Dmítrievna Milea, originaria de Moldavia (antigua URSS) y residente en México desde hace más de 40 años. Gracias a ella tuve la primera aproximación al verdadero “carácter ruso”, más allá de los estereotipos. Me he acercado a esta forma particular de sentir la vida, a través de la música, la danza, la literatura y, en general, el incalculable patrimonio artístico de este país.
El siguiente paso fue buscar a los representantes del “arte ruso” en México durante el siglo XX, así como a aquellos profesionales establecidos en mi país que, con una educación artística soviética o rusa, continuaron desarrollando su trabajo en una nueva ciudad. Encontré iniciativas diversas y algunos negocios exitosos.
Además de rastrear las historias de Serguéi Eisenstein en México y de Diego Rivera en Moscú, tuve la suerte de conocer a pintoras egresadas en la Academia Imperial de las Artes de San Petersburgo, a chefs tártaros que huyeron del reclutamiento para ir a la guerra en Chechenia, a músicos de la orquesta del Teatro Bolshói y un sinfín de historias más. Mientras hacía preguntas, tomaba fotografías y grababa en vídeo, practicaba mi ruso de principiante.
Kremlin de Izmáilovo en Moscú.
Archivo personalUn día encontré en la web de Rossotrúdnichestvo, la agencia del Departamento de Asuntos Internacionales dedicada a la difusión del mundo ruso a nivel mundial, una convocatoria de un foto-ensayo sobre el interés de los extranjeros por Rusia. Envié el material que tenía y titulé el proyecto “El arte y el alma rusas en México”. Al poco tiempo me encontré haciendo trámites burocráticos en el consulado ruso, y poco después, subida a un avión para hacer un viaje de 20 horas hasta esa ciudad que tantas veces me había imaginado: Moscú.
Tan solo pasé tres días allá. Era noviembre y ya habían caído las primeras nevadas pero no hacía tanto frío. Pude saborear un té negro a la vuelta de una caminata por la calle Arbat, admirar las cúpulas nevadas de la catedral de San Basilio y escuchar el crujir de la nieve bajo mis botas mientras paseaba por el kremlin de Izmáilovo. Todo esto no hizo sino aumentar mis deseos de vivir mucho más este país, a mi manera.
La oportunidad se presentaría al año siguiente, cuando apliqué al Festival Internacional de la Juventud y los Estudiantes. Lo hice con mi amiga María Sóboleva, cantante y gestora cultural nacida en Rusia y criada en México. Participamos en un programa regional que nos llevó hasta la región de Udmurtia. México es un país con una enorme diversidad cultural y los rusos mostraron gran interés por conocerla. Además, puede escuchar cantos buriatos, admirar el otoño dorado de los bosques y visitar las dachas de personajes importantes de la región. Todo esto contribuyó a que muchos volviéramos a casa con una idea más amplia del país.
Unos días después viajamos a Sochi, ya que el Festival se celebró en el parque Olímpico. Nunca pensé formar parte de un evento de tal envergadura. Éramos cerca de 20.000 personas de 200 países y en cada trayecto de autobús, caminata o fila para el comedor, las conversaciones fluían en un sinfín de idiomas.
Rusia, más allá del secretismo que se le ha atribuido, busca posicionarse como un punto de encuentro para la juventud mundial. Esa fue al menos la idea que muchos nos llevamos a casa, sobre todo gracias a las buenas experiencias y amistades que forjamos durante esos días. Sin embargo, yo también quería vivir una experiencia más cotidiana, más real.
El 2018 decidí que tenía que ir a vivir a Rusia durante una corta temporada. Busqué un centro de idiomas –el más popular y accesible fue el Instituto Pushkin de Moscú–, hice mis trámites con tiempo suficiente, reuní el dinero y me fui un mes sola a Moscú. Llegué con lo elemental. Todos los trámites eran en ruso, así que desde el primer día tuve que arreglármelas para comunicarme. La habitación del dormitorio solía desanimar a todos los recién llegados, pero para mí fue el lugar más cálido en el que he vivido, ya que me llevé muy bien con mis compañeras de Corea del Sur.
Esta vez sí que viajé en el metro y en autobús. Y aunque a veces no encontraba las paradas, aprendí a negociar con los taxis, a buscar los lugares más acogedores para disfrutar una cerveza local y por fin pude disfrutar una tarde con los amigos moscovitas, que había hecho en años anteriores. También fui a los museos, al teatro, a conciertos y hasta entrevisté a algunas bandas. Obviamente, no quería irme y esta ha sido la despedida más dura hasta ahora.
Mi acercamiento a Rusia va más allá de la curiosidad y la atracción por el exotismo y el folclore, que de alguna manera, siempre están presentes. Sin embargo, cuando digo que cambió mi vida es porque la decisión de conocer este país implica para mí vivir en él, enfrentarme a las dificultades, emprender proyectos profesionales, labrar relaciones a largo plazo y dejar atrás el reflejo según el cual quieres comparar todo con el país de origen.
En estos momentos me encuentro en México; sin embargo, he hallado en Rusia el sentido que me transmitiera mi profesora María. Deseo seguir profundizando, continuar por la ruta de Hugo-Bader hasta el lago Baikal y Ulán Udé, recoger historias, hacer fotografías y compartir esta realidad con mis compatriotas.
En el último viaje que hice a Moscú, platicaba con una chica en un bar al final de la calle Nikólskaia. Le contaba que acababa de visitar el Museo Estatal de Historia. Ella me interrumpió y me dijo: “No vayas ahí, ve a la Galería Tretiakov o al Museo Pushkin”. “Eso quería decirte, llegué a la conclusión de que el vestigio más genuino de la historia rusa reside en su propio arte”, dije yo. Después de todo, creo que el punto de partida de mi viaje no fue tan errado.
Gabriela es la responsable de Arte Alma Rusa MX, un proyecto que acerca la cultura rusa a México. Si quieres más información haz clic aquí.
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