Es marzo. Un tractor, con una enorme cuchilla circular de la altura de un hombre, se arrastra por el hielo del lago Baikal. La cortadora atraviesa el hielo de un metro de grosor, hasta el agua. En las proximidades una docena de personas vestidas de naranja enderezan un cable superlargo con esferas de cristal que contienen sensores ensartados en él. Todo esto se bajará a una profundidad de entre 750 y 1.300 metros.
Este aparato para aguas profundas está en construcción desde 2015. Todos los inviernos y principios de la primavera, los científicos e ingenieros han ido llegando aquí para, año tras año, instalar grupos del mayor telescopio de neutrinos del mundo: el Baikal-GVD [Gigaton Volume Detector]. A mediados de marzo se puso oficialmente en funcionamiento y los investigadores iniciaron experimentos que podrían dar un vuelco a toda nuestra comprensión del Universo.
Los neutrinos son partículas “fantasma” ultraligeras que impregnan el Universo y todo lo que hay en él. Mientras usted lee estas líneas, cuatrillones (1 seguido de 15 ceros) de neutrinos, originados en el centro del Sol ocho minutos antes, ya habrán pasado por usted. Pero ni siquiera lo habrás sentido, y esta es otra característica importante de los neutrinos.
Los neutrinos tienen muy poca interacción con la materia. Por ejemplo, no más de uno de cada 10¹⁶ neutrinos solares alcanzará siquiera un átomo del cuerpo humano. Las partículas elementales son semitransparentes entre sí, es decir, pueden pasar unas a través de otras y no experimentar una colisión (no interactuar). Los científicos tardaron 26 años en detectar una colisión por primera vez y confirmar que los neutrinos no solo existen en teoría. Fue en 1956. Hay que reconocer que desde entonces no hemos avanzado mucho en el conocimiento de los neutrinos.
Todo lo que sabemos es que los neutrinos son increíblemente ligeros (incluso el neutrino más pesado pesa millones de veces menos que un electrón) y que la naturaleza de su origen es diferente. Los neutrinos “nacen” continuamente en el Sol, en el interior de la Tierra, en la atmósfera, en los reactores nucleares y en el interior de galaxias emergentes o moribundas, estrellas y otras fuentes astrofísicas.
El telescopio Baikal está destinado a registrar y estudiar los flujos de neutrinos de ultra alta energía -es decir, los que han llegado del espacio profundo- y permite descartar todas las demás variedades. Estos “mensajeros espaciales”, bastante raros, pueden decirnos qué pasó con nuestro Universo, cómo evolucionó y cómo se formaron las galaxias, la materia oscura y los agujeros negros. En particular, fueron los neutrinos los primeros en informar a los científicos sobre la explosión estelar de la supernova de 1987A en la Gran Nube de Magallanes antes de que los astrónomos vieran el destello óptico.
Ninguna otra partícula es capaz de hacer esto. En su camino hacia la Tierra, todas las partículas cargadas eléctricamente (protones y electrones) son desviadas significativamente de su trayectoria por los campos magnéticos, lo que hace imposible determinar cuál fue su origen, mientras que las partículas de luz -fotones- pueden acabar no escapando de las regiones densas y calentadas del Universo, o escapar en un estado sustancialmente alterado. Los neutrinos sin carga no reaccionan a los campos magnéticos y llevan información “desde el lugar de los hechos”, y no son engullidos por el polvo interestelar. Así pues, el estudio de los neutrinos abre una nueva línea de investigación para el estudio del Universo con una precisión sorprendente. Se dice que son como la puerta de entrada a una “nueva física”. Además, ningún otro método de observación -desde la Tierra o desde el espacio- puede mirar “tan profundamente” en el Universo.
Ya en el siglo pasado los científicos comprendieron que se puede “capturar” un neutrino y determinar su dirección con ayuda de fotodetectores sensibles, utilizando el nivel de intensidad de un brillo azulado (el Premio Nobel se concedió por ello en 1958). Los detectores sensibles a la luz pueden seguir las débiles explosiones que se producen cuando un neutrino interactúa con la materia.
Pero para registrar un efecto, se necesitan cientos de fotodetectores, así como un gran volumen de una sustancia extremadamente transparente con la que el neutrino pueda interactuar. ¿Cómo podría construirse un detector de este tipo? ¿Y dónde podría colocarse un volumen tan enorme? El académico soviético Moiséi Markov tuvo una idea revolucionaria en 1980: propuso sumergir una multitud de fotodetectores en depósitos naturales de agua, y luego sería cuestión de esperar a que el propio neutrino impactara.
La mayor y más famosa instalación de este tipo es el telescopio de neutrinos IceCube. Se trata literalmente de un “cubo de hielo”, de un kilómetro cúbico de volumen, con fotodetectores incrustados en el hielo antártico.
Por su parte, en 1993 se construyó por primera vez en el lago Baikal un telescopio de neutrinos, llamado NT-36. Gracias a ellos fue posible registrar un neutrino que llegaba a la instalación desde abajo, tras atravesar la Tierra. Pero el telescopio se quedó obsoleto y anticuado, y ya no era viable por su tamaño: simplemente era demasiado pequeño para permitir nuevos avances.
Fue sustituido por el moderno conjunto Baikal-GVD, construido por un grupo internacional de físicos dirigido por el Instituto de Investigación Nuclear de la Academia Rusa de Ciencias de Moscú y el Instituto Conjunto de Investigación Nuclear de Dubna. Consta de 288 módulos ópticos en ocho cuerdas verticales. Así, el telescopio de neutrinos se ha convertido en la estructura más alta de Rusia. Sólo que está en el agua y a 3,5 km de la costa.
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