Arena y viento
El edificio de dos pisos del centro de recepción del parque nacional del istmo de Curlandia está rodeado de matorrales de boj de hoja perenne, thujas gigantescas - similares a los cipreses -, pinos de montaña e ilex, plantas de distintos continentes que no son típicas de la costa del Báltico. Mirando el follaje por la ventana, Liudmila Poplávskaya, directora de la sección de investigación del parque nacional, comenta: “Nuestra tarea principal es cuidar de estos paisajes. Parecen salvajes, pero en realidad están creados por la mano del hombre”.
Esta península de arena con forma de sable de casi cien kilómetros, que separa el lago de Curlandia, de agua dulce, del mar Báltico, de agua salada, hace 500 años estaba cubierto de bosques de robles en los que solían cazar los reyes prusianos. Pero en el siglo XVIII los carboneros convirtieron esta verde península en un desierto: los espesos bosques cayeron víctimas de la revolución industrial, que requería cada vez más combustible.
Las costas, privadas del armazón de las raíces de los árboles, se vinieron abajo: el mar borró todo rastro de suelo fértil y llevó a la península toneladas de arena. Y los vientos, que soplan constantemente, arrastraron la arena decenas de kilómetros, formando unas montañas enormes. Así nacieron las dunas del istmo, que alcanzan los 68 metros, altura equivalente a un edificio de 22 pisos. Actualmente son el principal reclamo turístico del parque.
El desastre de la arena
Los turistas avanzan ruidosamente con sus cámaras por la tarima de madera que protege la fina capa de hierba en el monte Efa, una de las dunas del istmo y la ruta más popular. La ruta lleva hasta la cumbre de la montaña de arena, que sobre sale por encima de los techos de tejas de la aldea Morskoye.
En el siglo XIX, 13 pueblos de pescadores del istmo acabaron totalmente enterrados bajo una capa de arena. Morskoye, o Pillkoppen, como se llamaba entonces, podría haberse unido a ellos si no llega a ser por el ingeniero forestal Franz Efa, que en la década de 1880 se dedicó a plantar árboles en la arena con la tenacidad de un maníaco. Efa experimentaba con plantas capaces de crecer en la arena y, al mismo tiempo, de sobrevivir a las heladas de invierno. De este modo, logró que florecieran en las costas del Báltico una especie de cedro de la península arábiga, un tipo de robinia de Norteamérica y un pino de los Alpes. Hoy en día dos terceras partes de los árboles y arbustos del istmo son especies traídas de otros hábitats.
La ruta, que debe su nombre al “rey de las dunas”, Franz Efa, establece la frontera entre las dunas “verdes” y las “blancas”: a la izquierda del camino se extiende un bosque de pinos, y a la derecha se abren unas impresionantes vistas de una cadena kilométrica de colinas rodeada de un espacio verde.
“Tras la Segunda Guerra Mundial los ingenieros forestales soviéticos continuaron con el trabajo de refuerzo de las laderas de arenas y quizás se pasaron un poco”, cuenta Liudmila Poplávskaia. "Hoy en día, las zonas arenosas ocupan solamente un 2 % de la superficie total del istmo de Curlandia, y esta cifra sigue reduciéndose. Si bien antes había que salvar los bosques, hoy hay que salvar las dunas”.
La arena blanca que no ha sido invadida por la vegetación está declarada como zona protegida del parque nacional y no se puede visitar. Pero su altura sigue descendiendo. “Por desgracia, no podemos poner un guardia a cada turista: muchos organizan sesiones de fotos en la arena sin hacerse a la idea de las consecuencias que esto tiene –se lamenta Liudmila Poplávskaia. "Por culpa del paso de grupos de personas por la cresta de una duna, esta puede acabar totalmente borrada por el lago de Curlandia y, de este modo, el parque va perdiendo dunas”.
El camino por las dunas
Una estrecha carretera que pasa por todo el istmo desde la ciudad rusa de Kaliningrado hasta la lituana Klaipėda, los fines de semana está abarrotada de coches. Los habitantes de Kaliningrado acuden al istmo de Curlandia en busca de las mejores playas, que se extienden casi cien kilómetros.
Pero la mayoría de los turistas acuden para ver las dunas de Curlandia, por las que pasan seis rutas a pie. Paseando por ellas no solo pueden verse las dunas más altas de Europa, sino también árboles de cuatro continentes, zorros, mapaches, jabalíes, ciervos y corzos. La península se encuentra en un punto de paso de las rutas migratorias y en un año la sobrevuelan varios millones de aves, de las cuales cien especies se quedan en el istmo para anidar: los científicos de la estación ornitológica local dan charlas sobre sus costumbres y particularidades.
En el año 2000 el istmo de Curlandia fue declarado Patrimonio Mundial de la UNESCO, no como objeto natural único, sino como monumento cultural, al tratarse de un paisaje creado por el hombre.
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