Ahora, al salir a la luz las cartas y documentos personales que dibujan su tragedia vital, la fiel esposa del compositor podría ser la imagen viva de la tóxica magia del siglo XX. Así lo cree el historiador Simon Morrison, que ha seguido los traspiés de esta pareja: un compositor y pianista ruso que solo mostró tener alma sobre el teclado y una española que por el dictado de su corazón soportó la traición en casa y la tortura del aparato estalinista.
Ambos se cruzaron en 1918 en Nueva York. Lina, igual que le pasó a la ciudad de los incipientes rascacielos, se rindió ante el joven de pelo rubio y ojos azules, un genio loco pero atractivo que mostraba desdén hacia la pompa de los compositores románticos.
Carolina Codina con su marido y sus dos hijos, Oleg y Sviatoslav, en 1936.
Dominio públicoA la prensa de la ciudad le interesaba aquella "rareza bolchevique" que aporreaba las teclas con estilo propio. Lina, que se había mudado a Estados Unidos por la concatenación de galas de sus padres -un tenor español y una soprano de procedencia rusa- pensó que era un músico presuntuoso. Pero las historias que contaba sobre Rusia, un país que ella había visitado en la infancia, eran buenas. La curiosidad dio lugar al amor. Y así un embarazo desembocó en boda en 1923.
El nuevo sistema comunista que se consolidaba en Rusia, sediento de artistas que diesen contenido a una música que los bolcheviques querían reinventar, deslumbró al ambicioso Prokófiev, que fue cortejado por el entorno del Kremlin con todo tipo de promesas para volver. Lina, hija del músico catalán Juan Codina, padecía un miedo escénico que lastró su carrera como cantante y se vio arrastrada a la Unión Soviética.
Primero fueron estancias cortas con escalas en París y después la residencia permanente en Moscú, una ciudad a la que llegó con un aura de estrella y de la cual sería después una prisionera.
"Al principio todo fue bien y en 1936 Serguéi compuso el ballet Romeo y Julieta, pero pronto se topó con la censura, que le pedía que cambiase cosas", explica a Rusia Hoy Morrison, que acaba de publicar Love and wars of Lina Prokofiev (El amor y las guerras de Lina Prokófiev).
La pareja de artistas, agasajada con banquetes en su honor, se resistía a ver la cara oscura del sistema que les estaba encumbrando. Lina nunca se paró a pensar en que el zumbido que sentía al hablar por el teléfono de su habitación en el hotel Metropol era señal de que la línea estaba intervenida. Al fin y al cabo, Rusia le prometía por fin una carrera propia como artista, no como mera compañera del creador.
Trató de ser una ‘buena soviética’, pero a su alrededor sucedían ya cosas muy raras. Vio cómo eran detenidos sus vecinos, los profesores de sus dos hijos, los padres de otros niños... todos desaparecieron para siempre. La prensa decía que eran unos traidores a la patria, pero ella empezó a tener miedo y susurró al oído de su marido que quería volver con su madre. En Rusia ella era "la extranjera", una presencia "sospechosa" en el paraíso de la libertad de Stalin.
-Espera, esto es temporal y pasará- contestaba él.
Las peleas entre ambos fueron subiendo de tono y en buena medida fue por la aparición de una tercera persona. Durante unas vacaciones en 1938 él conoció a la joven Mira Mendelson y se sintió atraído por ella. Las más de 600 cartas a las que ha tenido acceso el investigador Simon Morrison hacen añicos el mito del compositor sensible. Serguéi hirió a su esposa con toda crudeza comparándola con su amada. La llamó manipuladora y le describió su amor por su nueva conquista: "Sólo ahora entiendo lo estéril que ha sido mi vida más allá de mi trabajo".
Autodestrucción por amor
La decepción de Lina no podía ser mayor. Pero todavía quedaba lo más duro: Serguéi abandonó a Lina tres meses antes de que Hitler atacase la URSS. Moscú se convertiría pronto en una fortaleza de la que muchos artistas fueron evacuados rumbo a un lugar seguro. Lina -que se encerró en casa para proteger su orgullo y sacó adelante a sus hijos vendiendo los muebles y haciendo traducciones- no estaba en la lista de evacuados. Pero sí Serguéi y su 'compañera', que no era otra sino Mira, 24 años más joven que él.
Mientras la pareja feliz huía hacia los tranquilos Urales, el ruido de los primeros cañones debió de despertar a una Lina que había quedado noqueada por el golpe. Sacó su vestido más elegante del armario y empezó a planear algo imposible: huir de la Unión Soviética. Recorrió las embajadas de Reino Unido, Francia y Estados Unidos. Pidió favores y movió hilos. Pero todo fue en vano y sus gestiones levantaron sospechas.
Una noche, el teléfono sonó en su casa. Un desconocido le pidió que bajase a recoger un paquete. Cuando se asomó al patio un puñado de agentes se la llevaron detenida. Primero, a la temida prisión de Lubianka, junto a la sede de lo que después se llamaría KGB. Después, a la cárcel de Lefertovo. La sentenciaron a 20 años de trabajos forzados por intentar escapar del país y por una serie de causas como robo de documentos o ser amiga de gente de la embajada americana.
Pero antes de salir rumbo al norte de Rusia, a la letal zona situada más allá del paralelo 67, fue torturada durante nueve meses en Moscú. La privaron del sueño, patearon su cuerpo y la encerraron encogida en un agujero durante días enteros.
Lina fue conducida al campo de prisioneros de Abez, perdido en la región de Vorkutá y considerado "de régimen severo": apenas una sexta parte de los prisioneros sobrevivía.
Allí no tuvo más remedio que olvidarse del clima cálido de Madrid, de la energía de Nueva York, del encanto de París o de las posibilidades de Moscú. Vorkutá es un inmenso desierto helado, de noches que duran todo un día en invierno y días sin fin en verano.
No hay ni un solo árbol, sólo los intervalos de musgo y barro dibujan un paisaje castigado por vientos que vienen directamente del Ártico. Lina se lanzó a dirigir espectáculos que habitualmente los internos ofrecían a los guardas. En un bolso de tela guardaba partituras que le enviaban sus hijos por correo.
Pasados seis años la derivaron a Saransk, más cerca de Moscú y con mejor clima. Sus hijos la visitaban, pero su marido le faltó siempre, asegura la investigadora Valentina Chemberdji en su libro Una española en el Gulag.
El 5 de marzo de 1953 murió Stalin. Y ese mismo día falleció Serguéi Prokófiev. Cuentan que cuando supo de esto último Lina se derrumbó entre sollozos. Pero al fin el ascenso al poder de Jruschov motivó el cierre gradual de todos los campos de prisioneros. Fue liberada en 1956, cuando se reconoció que "no había cuerpo del delito".
Tuvo que esperar hasta 1974 para visitar España, el lugar donde empezó su viaje. Hasta su muerte, en 1989, veló por el legado musical del hombre al que vio marcharse del brazo de otra. De sus canciones como soprano no se conserva ni una sola grabación. Los últimos en escuchar su canto fueron sus compañeros de cautiverio, bajo el viento helado de Vorkutá.
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